Ignacio Giner Ruiz
¡Basta de silencios! Que por tanto callar, el mundo está podrido
Santa Catalina de Siena
De las pocas cosas que sabemos es que Dios quiere que cumplamos Su voluntad, nos pongamos en Sus brazos y acojamos Su ley. Pero a esta verdad evidente, se le une otra muy interesante, y muy bonita: el culto a la belleza. Si Dios hubiese sido distante, alejado de toda caridad (como el deísmo y el jansenismo defienden, herejías graves), con cumplir Su voluntad sin disfrutar de la vida sería suficiente; pero no fue así, no eran esos Sus designios, y por eso, creó el punto de atracción en la belleza. Por eso, la belleza es una consecuencia del amor infinito de Dios.
La belleza en una mujer bonita, elegante, fina, recatada; la
belleza en las obras de arte, que cuanto más excelsas son, más cerca están de Dios;
un paisaje de montaña, o una puesta de sol en una tarde de viento calmado, con
el mar frotándose con las arenas finas; el canto de un jilguero; un violín bien
afinado, o una guitarra, o un pasodoble español; una poesía de amor, o de
guerra; un caballo armónico, o un lance a la verónica, o un pase al natural.
Estos son pequeñas muestras de belleza, a las que se podrían
unir la bondad de corazón de un alma que no tiene doblez, un abrazo amoroso, la
sintonía entre padre e hijo, una explicación del anciano de la familia o una
bonita amistad entre dos nobles amigos.
Eso como expresiones de belleza en el plano terreno, pero ¿y
en el plano celestial? Para eso hay que acudir a Santo Tomás, el Doctor
angélico. La jerarquía establecida en relación a los ángeles, que nuestra pobre
imaginación sitúa como aquellos cuadros del Siglo de Oro en los que
destelleaban lucen de entre las nubes, produciendo una amalgama de colores
cálidos y acogedores, cremosos, anaranjados, algún celeste, con los ángeles
haciendo camino, y por fin…Dios.
La belleza es el camino que acerca a Dios, y todo lo que no
sea bello, no tiene arte; ahí reinará lo feo, por tanto, reinará Satanás. La
belleza se ve en los modales, de los que tan carentes estamos hoy, o en la
vestimenta, en la que, por fuerza de innovar, se ha perdido la esencia, y se ha
perdido la belleza.
Pero entre el cielo y la tierra, ¿qué belleza situamos?
Indudablemente la de la Santa Misa, la de siempre, la tradicional. Resulta
curioso, y pronto lo aprendí viendo torear a Morante de la Puebla, cómo el
arte, que parece inspiración del hombre, tiene una geometría perfecta. Esto me
lleva a pensar que, efectivamente, es inspiración, pero divina. Es decir, Dios
se sirve de ese momento para dejar una firma preciosa, efímera, única,
inacabable, inagotable, imperecedera, y eso se sabe que no es del hombre, sino
que es de Dios. Lo que en el humanismo grecorromano buscaban con tanto ahínco,
no llegaron nunca a comprenderlo: el arte es bello, porque es de Dios y para
Dios.
Por eso mismo, la Misa con el rito de siempre es
completamente de Dios y para Dios, todo cumple una belleza y una geometría
perfectas ¡Un orden único! Las oraciones al pie del altar son sencillamente
colosales, el sacerdote pide perdón a Dios y a los fieles en un Confiteor tenaz
y amoroso, va acercándose al altar de Dios con sigilo, sabiéndose pecador, pero
pastor necesario para guiar a las almas que le siguen (por eso les da la
espalda, porque es el primero, es el único que puede tratar con Dios estos
temas, porque sus manos están consagradas). La colocación en el altar de cada
objeto sagrado tiene una significación; el aroma que algunos acólitos santos
dejan con el perfume que siempre suele haber en las también sacristías santas,
porque cuando Cristo arribe, tiene que estar todo perfecto; los ornamentos son
sencillamente impresionantes. Un oro recargado, engalanado de la forma más
caprichosa -por un alma piadosa, también inspirada por Dios, por supuesto- en
un fondo correspondiente al día. Que si negro para difuntos, rojo para
mártires, el nazareno penitente, blanco alegre o el ordinario verde esperanza,
porque la esperanza es lo corriente en el fondo de la celebración católica por
antonomasia: la Misa tradicional, la de Santa Teresa, Santa Catalina, Santa
Teresita, Santa Isabel de la Trinidad, San Ignacio, Santo Tomás, San Francisco
Javier, San Pio X, los mártires de los romanos, de los árabes, de los
jacobinos, de los comunistas y una larga lista de gente que goza en el cielo
ya. Las oraciones propias del día es miel entre los labios del orante; la
unción del sacerdote al hablar en voz baja, con sigilosos movimientos en el
“ruedo” en el que se va a encontrar con Dios, la ayuda incondicional del
acólito… ¡Qué gozada de misterio!
Y cuando se llega al Canon, un silencio cálido y frío
a la vez cae como un bloque de mármol sobre el templo. Un campanilleo leve pero
enérgico anuncia la llegada, y como un paso de palio de frente, o un Cristo por
las calles de nuestra amada España, se va acercando, poco a poco, lento, pero
con mucho amor, por eso va lento. El acólito espera la señal y el sacerdote se
arrodilla. ¡Clin! Un campanilleo, la mano izquierda a la casulla y la eleva, y
a la vez se eleva la Sagrada Hostia y se hace sublime. El cielo, la tierra, el
tiempo, el espacio… ¡Todo! ¡Todo en ese momento, y en ese fragmento! El
sacerdote levitando, colgado del pan, que ya no es pan, sino el Cuerpo de
Cristo, y por eso se cuelga ¡Clin, clin, clin! ¡Ya está aquí el Rey y Salvador!
Un suspiro de paz en las almas y se consagra ahora la Sangre en la especie del
vino, que es la vid-a, que lo es todo. Y Dios en su amplísima Misericordia se
refleja en la Sangre vertida en el cáliz y amaina su ira contra el pueblo
pecador, porque Cristo Su Hijo, intercede por nosotros con Su muerte, con Su
muerte diaria, que es la Misa.
Continúa el rito ancestral, celebrado por infinitas almas de
cristal puro y de corazón fiero que nos precedieron. La paz brota del altar sólo
cuando Cristo resucita, que en la Misa es la unión del cuerpo y la sangre,
cuando el sacerdote deja caer un fragmento de la Hostia en el Cáliz. ¡Es
sublime, y no hay más que decir!
Terminando con la comunión, en la boca y de rodillas, con un
Confiteor de la feligresía cargado de sentimientos encontrados: amor, dones
inmerecidos, alegría, tristeza, pero por fin de rodillas ¡Cristo se sumerge en
nuestro ser!
Se termina con las oraciones finales a la Reina, a la
Intercesora, a la Corredentora, a la Sin pecado concebida, a Aquella que se
humilló tanto que Dios la elevó a lo más grande, a ser Su madre, y Ella fue la
nuestra, aquella niña de Nazaret: ¡la Virgen María!
Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, siglo tras siglo, como cauce natural del agua que baja por las montañas, la tradición hace su función, aflora santos, alimenta el misterio, que es unión íntima con lo sagrado, y cultiva la belleza, que sólo lleva a Dios.
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