Ignacio Giner Ruiz
4-I-2023
No fue poca la gracia que Dios concedió al Papa bueno.
Fue en Navidad cuando la Virgen con su manto materno lo
acogió y lo subió a los cielos -será un viaje directo, sin pasar por el
purgatorio, estamos seguros.
En estos días en que su cuerpo bendito descansa en la
capilla ardiente del Vaticano, asemeja al Niño Dios en el portal. En ambos, una
multitud de gente iba a visitarlos. Esta similitud llenaría de gozo al Papa,
seguro se vería indigno de tan gran comparación, pero nosotros, que somos
ínfimos en comparación a su grandeza, queremos darle esta honra, por lo mucho
que hizo por la Tradición.
La bondad, el valor y la fe son los pilares que el Santo
Padre poseía para ser un gran Papa. En una época en la que el silencio juega un
papel desviado, él, Benedicto XVI, procuró cambiar el rumbo y devolverlo a su
estado natural. Lo cierto es que el silencio debería reinar en la Misa y
ausentarse en los labios del clero, pero esto parece que no es así en la época
histórica que cruza la humanidad. Y él sí que siguió el cauce normal.
El Papa experimentó el cambio brusco de parecer que motiva
la gracia del Espíritu, pues él fue claro defensor de la reforma moderna en el
Concilio Vaticano II. Pero, tras ver la deriva que iba adoptando el Concilio,
cambió su pensamiento. Pronto vio, y sufrió, cómo las ruinas de la Barca de
Pedro iban desmoronándose poco a poco, y quiso poner freno, tanto en su labor
cardenalicia como de Papa.
Luchó por dignificar la liturgia, y las buenas costumbres. Y
ahí reside la relación que aportamos entre el Papa y el silencio.
No se amilanó ante lo que venía, y habló; no tuvo miedo a la
infección interna de la Iglesia, y habló; consideró la fe del sacerdocio en
crisis, y habló; meditó sobre el futuro de la Iglesia y la sociedad, y habló, (muy interesante en este punto la defensa que hizo de las minorías selectas,
las cuales, muy alejadas del comunitarismo -egoísta y pesimista de base-,
debían ser las que, con el cultivo de la fe y el conocimiento perenne,
dirigirían el futuro incierto y oscuro que nos depara. A propósito, siempre en
la línea de sólidos y proféticos pensadores históricos, como es el caso de don
Juan Vázquez de Mella, que, en su enardecido amor a la Patria y en defensa de
la jerarquía social, cuyas palabras siempre retumbaron cargadas de lógica y
sentido común, en defensa de las minorías reinantes del pueblo); consideró una
liturgia protestantizada y ausente de fe, y habló. Habló y no calló. Y su
misión de Papa se acortó en el tiempo. No sabemos por qué, no queremos saberlo.
Pero también asemeja el final de su vida a la de Cristo, que, por hablar, murió
en una Cruz y con grandes tormentos.
Por otra parte, la defensa del silencio. Silencio en la
Misa, silencio en la oración, y silencio en las obras. Con esto enseñó con su
ejemplo cómo el silencio es hermano de la humildad. Y, como corolario a su
labor, consideramos el día de San Fermín del año 2007: Summorum Pontificum.
Nada debemos decir acerca de este motu propio, por sabido se
calla, simplemente agradecer su labor. Y por supuesto, dar gracias a Dios,
también, por ir dejando pinceladas de Su grandeza en las épocas graves, que en
el océano de la vida estamos inmersos hoy. Y esta pincelada divina, fue el Papa
Benedicto XVI.
¡Gracias!
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