Nos gustaría compartir con todos nuestros lectores esta pequeña crónica del viaje a Fátima y de los ejercicios espirituales que nos ha enviado Irene Esteban-Hanza López de Sagredo.
Primer fin de semana de mes en Fátima: Recién llegada a Madrid, dejar las maletas y salir corriendo, apenas dormir durante una noche y llegar allí para ir a Misa -y en latín- y volver el domingo por la noche para poder llegar a clase el lunes a las 8:00. No sonaba demasiado atractivo. Sabía que, según la lógica del mundo, este era un plan terrible. Pero no podía contentarme con la opinión del mundo. Por eso, pedí la opinión que realmente me importaba, y la respuesta era clara: debía ir a Fátima. Realmente, no me hacía ilusión, pero contrariar la voluntad divina no estaba dentro de mis planes, y fui.
Sintiendo que eran Dios y la Virgen Quienes me mandaban ir a Fátima, tenía claro que eso debía ser para algo. El motivo tenía que ser que en Fátima me esperara un verdadero milagro, por lo menos, un encuentro sobrenatural o una experiencia extraordinaria que me cambiara la vida. Claramente, aún entendía poco.
En Fátima, me di cuenta de cuál era el milagro que Dios quería en mí, cuál era el regalo que Dios y la Virgen me estaban haciendo: el de cumplir Su Santa Voluntad. En la capelhina, realmente estuve con Nuestra Madre. Otro regalo. Hablar con Ella y darme cuenta de Su presencia en mi vida, de Su amor, de Su protección.
Y sobre todo, la satisfacción de saber que estaba haciendo aquello que Dios esperaba de mí. Esos fueron mis grandes descubrimientos en Fátima.
Incluso, comencé a comprender y amar la Misa Tradicional que tanto me costaba antes. Ahora, me hacía sentir realmente acogida, en paz.
Además, la convivencia con los portugueses me enseñó mucho. Hablando diferentes idiomas -aunque parecidos-
a veces me era difícil entenderles, pero lo importante en su conversación era su mirada. Una mirada limpia, directa, en la que se podía comprender que lo que se dijera era lo de menos, porque lo importante era el mirar con amor, mirar con los ojos del alma, amar a todos aquellos a quienes Dios ama. Era una mirada tan diferente a la que normalmente encontramos en el mundo, que me di cuenta de que también yo debía aprender de esa mirada.
Pero tocaba volver a la rutina, y el mundo y mi razón trabajaron en equipo para convencerme de que, después de todo, podía seguir llevando una vida normal y corriente, la misma que el resto de mis amigas.
Gracias a Dios, esto no duró mucho, pues el viernes siguiente tocaban los Ejercicios Espirituales en San Calixto.
No voy a negar que tampoco esto me causaba demasiada ilusión. En el viaje hacia allí, me planteaba por qué me metía en todo esto, y lo bien que habría estado el fin de semana con mis amigas, a las que después de seis meses, sólo había visto cinco días de manera intermitente. Pero finalmente, llegué a San Calixto.
La Santa Misa dio comienzo a nuestro retiro, y la idea de estar tres días en silencio, aunque quizás suene raro, me parecía de las mejores cosas del retiro. Podría decirse que el retiro fue abriendo las puertas de mi corazón poco a poco, y rompiendo cada capa, hasta dejarlo realmente disponible.
La primera Misa abrió la primera puerta. La siguiente se abrió orando ante la inmensidad de las montañas.
Era imposible no ver ahí a Dios reflejado. Y esta puerta que se abrió, quizás la más difícil por ser de las primeras,
fue la de ver a Dios verdaderamente como Padre. Me sentí tan minúscula y a la vez tan amada en medio de esa bellísima Creación… En ese momento, pude notar cómo Nuestro Padre me miraba desde el Cielo, y me veía ahí, en medio de las montañas, hablando con Él, cómo me escuchaba. Sentí que no habría ninguna conversación que pudiera desear más que esta y, puesto que era la hora de comenzar la siguiente actividad, agradecí el silencio que reinaba en toda la casa y entre todas, porque no quería llenarme de ninguna otra conversación.
Durante el retiro, comencé a aprender a amar a Cristo en el Sagrario. Muchas veces, me resulta más fácil o más cómodo amarle admirando Su Creación que arrodillada en la capilla. Pero era consciente de que eso no podía ser así. En la capilla, Él me hizo el regalo de aprender a mirarle con amor, a la vez que de sentir el Suyo. Sentía que no podía apartar mis ojos de Su Cruz. Durante la Santa Misa o en las pláticas, Su Cruz era lo que más atraía mi mirada. Aprendí a hablar con Él. A no buscar continuamente respuestas, estímulos…
A estar, a acompañarle de rodillas, postrada ante Él. “¿Por qué sigues buscando milagros? ¿No te parece suficiente lo que he hecho por ti?” me decía cuando Le miraba en la Cruz. ¡Qué Verdad!
Durante el retiro aprendí lo que yo había sido: una adúltera. Había pecado. Había traicionado el Amor de mi verdadero Amante, del que debería ser mi Verdadero Amado. Como María Magdalena, yo sólo podía caer ante Sus pies y darme cuenta de lo indigna que era yo de su Amor. Había aceptado otros amores, otras comodidades,
despreciando el Verdadero Amor, rompiendo mi relación con Él.
Sólo pido ahora, que no me deje nunca más amar a nada ni nadie más que a Él.
El retiro continuaba, y cada vez me sentía más cerca de Cristo, de Dios, del Espíritu Santo y de la Virgen. Soy consciente de que Ella es mi ejemplo perfecto: haga lo que haga en mi vida, Ella puede ser mi referente.
Sea esposa -Ella era la esposa perfecta de San José-, sea madre -también Ella fue Madre de Jesús y es Madre de toda la Iglesia y la más perfecta de las madres-, o sea amante de Jesús y solo de Él para el resto de mi vida -pues nunca nadie amó tanto a Jesús como Ella-.
Escuchaba el testimonio de Santa Teresa de Jesús, y me aterraba: cuánto dolor, cuánta Santidad, cuánta bondad,
cuánto amor… ¿Realmente ella fue igual de humana que yo? ¿Vivió en el mismo mundo que yo? ¿Estoy yo llamada a esa vida también? Entonces, ¿qué estoy haciendo? No me siento preparada para darme al dolor con esa fe, pero tampoco espero milagros, ni mucho menos, llegar a ser como Santa Teresa de Jesús.
Pero me dejaba admirada, avergonzada (como debía ser). A partir de ahora, la Virgen de los Dolores sería también mi fiel compañera.
Y ahora, llegaba la parte más aterradora de todas: la vuelta al mundo. Comenzar a vivir según lo que había
hablado con El Padre. Demostrarle ese amor en cada uno de los aspectos de mi vida. No dejar ni un solo ámbito
de mi vida, ni una sola hora de mi día, sin Él. Ser, además, instrumento Suyo en este mundo. Mi vida debe cambiar radicalmente, ¿estoy dispuesta? Sí. Esto puede tener muchas consecuencias, pero, ¿la principal?
Unirme más a Dios. Amar más a Dios. Entonces, ¿qué más da lo demás?
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