Lucía Montijano
Herrero
El pasado fin de
semana del 5 y 6 de septiembre, medio centenar de jóvenes católicos procedentes
de Córdoba, Sevilla, Madrid, Barcelona y Lisboa peregrinamos a Fátima para
ponernos a las plantas de Nuestra Señora. A pesar de la brevedad, la intensidad
de las actividades y el encuentro con la Virgen han hecho un grandísimo bien a
nuestras almas. Nuestra Madre ha derramado numerosas gracias; Su presencia se
hacía notar en ese bendito lugar donde tuvieron lugar las apariciones a tres
pequeños pastorcitos en 1917. Incluso en las largas horas de carretera se
palpaba la emoción de tan bello encuentro con Nossa Senhora.
El programa de lo
vivido quizá no resulte nada fuera de lo normal con respecto a cualquier otra
peregrinación. Sin embargo, sí es de recalcar que, viviendo este tiempo tan
difícil, no es frecuente encontrar un puñado de jóvenes sin miedo y con plena
disposición de dar al Señor y a María Santísima todo cuanto les pidan.
Comenzando por el
primer día y más completo, realizamos aquello que solemos llevar a cabo a
diario en nuestra vida de piedad, a lo que se sumaba el rezo del Santo Rosario,
pequeños detalles de amor a la Virgen o visitas a algún lugar histórico. Tras
un breve saludo a la Virgen en el Santuario, que para más de uno no tuvo nada
de ordinario, se celebró la Santa Misa en su forma extraordinaria o, como
acostumbramos a decir, tradicional. En el silencio de la Misa nos encontramos
con Cristo en el Calvario, y la permanencia de rodillas nos recuerda cuál es la
verdadera y única forma de adorar al Señor. Tras haber comulgado y al finalizar
la Misa, emociona verse rodeado de muchas almas jóvenes en gracia, empleando
los breves minutos durante los cuales somos sagrarios vivientes, en negociar
con Dios.
En plena tarde y
sin apenas un respiro tras la comida, nos dirigimos con alegre paso y decidida
resolución hacia una pequeña capilla perteneciente a Opus Sanctorum Angelorum, para tener un rato de oración ante el
Santísimo Sacramento que se encontraba allí expuesto. Además, hubo una
meditación sobre la devoción de los Cinco primeros Sábados de Mes por Monseñor
Alberto José González Chaves, quién nos acompañó y atendió espiritualmente
durante toda la peregrinación.

Más tarde llegamos a Aljustrel, donde visitamos
las casas en que vivieron los pastorcitos. Impactante es contemplar la cama
donde falleció Francisco, ya que fue el último sitio donde reposó su alma antes
de su partida al Cielo. Respiramos santidad. Las casitas de la época nos
hicieron evocar lo que sucedió en aquella aldea. Al fondo del patio de la casa
de Lucía se encuentra el Pozo de Arneiro,
donde tuvo lugar la segunda aparición del Ángel. A pesar de que ese lugar no
llama especialmente a la atención, pudimos detenernos a meditar todo cuanto
allí vivieron los niños.
«¿Qué hacéis? ¡Orad! ¡Rezad mucho! Los
Corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia.
Ofreced constantemente al Altísimo plegarias y sacrificios»
¿Cómo no conmoverse
ante esta súplica del Ángel a unos pobres niños? Pero Señor, ¿qué estamos
haciendo con nuestras vidas? ¿Por qué hemos perdido la fe que profesaban
nuestros abuelos? Si ni siquiera los jóvenes somos capaces de mortificarnos
ante la más mínima circunstancia por la conversión de los pecadores; si incluso
los adultos no predican con el ejemplo, si no somos conscientes de la
responsabilidad que tenemos sobre el resto de las almas, y de que su salvación
depende en gran medida de nuestra oración por ellas…
No es difícil
suponer que, como esta reflexión, muchas otras afloraron en las mentes de los
allí congregados. El silencio invitaba a la oración. Al elevar la mirada,
pudimos atisbar al final del camino que conducía al pozo dos sotanas negras que
avanzaban con un elegante paso, que mecía sus fajines negros. Instantes
después, descubrimos que los que las vestían eran dos seminaristas portugueses
de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro (FSSP); Manuel y Pedro, que venían a
acompañarnos. Si bien pueda resultar raro en los tiempos modernos encontrar
algún sacerdote con sotana, más lo es que sean seminaristas jóvenes. Sotana es
sinónimo de revolución, de recuperar lo que un día perdimos, por más que se
empeñen en decirnos que es rancio, anticuado o que asusta a la gente. ¿Cómo
íbamos a reconocer a un sacerdote por la calle si no fuese por su sotana? ¿Cómo
pedir si no auxilio para un alma que no esté en gracia y en peligro de muerte?
Este testimonio de valentía y de despojo del mundo que nos dieron los
seminaristas no caerá en el olvido.

Como tampoco podría
caer en el olvido la magnífica plática sobre la espiritualidad los pastorcitos
con la que después nos obsequió Monseñor. ¡Qué humildad la de aquellos
chiquillos! Comprendimos cómo Francisco, Jacinta y Lucía enfocaron su
temperamento a la santidad, a pesar de las evidentes diferencias que los
caracterizaban. Monseñor nos invitó –a semejanza de lo que los tres niños
preguntaron a la Virgen– a elevar una súplica que compromete y a la vez revela
la aceptación libre y confiada de la voluntad divina: «Señora, ¿qué queréis de mí?». Corto queda el relato de todo cuanto
se dijo en aquella capilla del hotel Santo Amaro; añadiré únicamente un detalle
que la Virgen confió a Lucía y que me marcó especialmente. Antes de la marcha
de sus primos al Cielo, la Señora le dijo: «Mi
Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá a Dios.».
Pues bien, sea este nuestro consuelo, ante las pequeñas piedras de tropiezo en
nuestra vida interior o ante cualquier otra dificultad externa.
Tras la plática,
cenamos rápidamente, pues a las 21.30, se rezaba el rosario en la Capelinha y tras ello, se daba paso a la
procesión de antorchas. Nuestra Señora del Rosario de Fátima fue llevada en
parihuelas en alguno de los tramos de la procesión por chicos que venían a la
peregrinación, dos españoles y dos portugueses. Subrayaré un hecho que me
conmovió profundamente. Mientras se realizaba el cambio de los portadores de la
Virgen, había un muchacho cuyos ojos estaban clavados en el manto de Nuestra
Bendita Madre. Esa mirada dulce, serena y confidente era un canto de amor a
María. Una respuesta generosa a una gran misión encomendada. Un descanso
tranquilo en el regazo de la Madre por excelencia. Pasaban los minutos y por
más que contemplaba la escena no daba crédito. Pocas veces –por no decir ninguna–
he tenido la gracia de presenciar tal despedida de un hijo con su Madre. El
agradecimiento por haber consolidado la vocación que un año antes se fraguaba
en el mismo enclave. Me refiero en todo momento a Javier, quien acaba de partir
al Seminario de la FSSP. Junto con él, va también otro chico de Córdoba,
Francisco Jesús. Ambos son una llamarada de esperanza en un mundo en ruinas.
Al amanecer del
domingo, un repique de campanas procedente del Santuario hace de despertador,
sustituyendo así la estridente melodía que pudiera proceder de un aparato
electrónico. Un toque invitando a dirigir nuestro primer pensamiento a Dios y a
la Virgen Santísima, realizando el ofrecimiento de obras. Poco tiempo después,
acudimos con una sonrisa en los labios y un corazón bien dispuesto a la
temprana celebración del Santo Sacrificio, espléndida forma de comenzar el día.
En el silencio, dos voces viriles comenzaron a entonar un Kyrie eléison con el que de inmediato y por si alguno andaba
despistado, se transportaba uno al Calvario. A partir de entonces, y tras un
escalofrío, el alma de quien relata este episodio no pudo dejar de emocionarse
ante el misterio cuyos ojos contemplaban. El mismo Cristo, muriendo en la Cruz.
Cristo, haciéndose presente oculto bajo las especies de pan y vino. Cristo
vivo, para cada uno de los asistentes. «Domine,
non sum dignus ut intres sub tectum meum; sed tantum dic verbo, et sanabitur
anima mea». Tres repeticiones y tres golpes de contrición. Palabras de
reconocimiento de nuestra indignidad de recibir al Cordero de Dios que quita
los pecados del mundo.

La Divina
Providencia dispuso que D. Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba, estuviese con
nosotros un largo rato tras la Santa Misa, en el desayuno que tuvo lugar a
continuación y posterior tertulia. Tuvo la caridad de atendernos, tras
dirigirnos una breve plática sobre la santidad de Francisco y Jacinta. Atrajo
nuestra atención cómo dos niños tan pequeños pudieron vivir todas las virtudes
y en grado heroico. Lo hicieron por amor a la Virgen y por la conversión de los
pecadores. Las de los pastorcitos, fueron infancias marcadas por la santidad,
múltiples actos de reparación por los ultrajes, sacrilegios y ofensas al
Inmaculado Corazón de María. Tras la plática, tuvimos el gozo de seguir dialogando
con él, exponerle nuestros testimonios e impresiones sobre la peregrinación.
Nos escuchó atentamente, como un padre que con toda confianza acoge las
inquietudes de sus hijos. Agradecimos mucho y en especial los cordobeses, este
generoso gesto de nuestro pastor. Comentábamos durante el desayuno algunos
jóvenes, con otros de otras provincias, la valentía de nuestro Obispo durante
el periodo de la cuarentena, pues gracias a su decisión de no cerrar las
iglesias, pudimos ir a rezar o asistir a la Santa Misa.




No podíamos
marcharnos de Fátima sin el Vía Crucis,
colofón de la peregrinación. Una vez más, silencio. Oración personal de cada
uno con el Señor mientras le acompañábamos estación tras estación de su subida
al Calvario. Un precioso Stabat Mater
cantado a dos voces por los seminaristas, que una vez más, invitaba al
recogimiento. Señor, quiero ser tu Cirineo. Señor, ten piedad de mí. Señor,
perdón por el daño que te he causado; los latigazos, insultos, tropiezos, fango
en tus heridas al caer al suelo, mero reflejo de mis pecados. Las piedrecitas
que formaban el pavimento no podían resultar molestas en comparación con el
sufrimiento de Nuestro Señor. Cristo nos ha redimido por la Cruz, y por ello,
queremos abrazarla fuerte y con alegría.



Entonaron nuestras
voces al finalizar, un cántico que a la vez es grito de guerra y símbolo de
victoria: Viva Cristo Rey. Monseñor dirigió una plegaria al subir a la
escultura donde están representadas la Cruz de Cristo y de los dos ladrones que
fueron crucificados junto a Él. Antes de marcharnos, nuestros amigos
portugueses cantaron la Salve Nobre
Padroeira. Hicimos un alto en el camino de vuelta para orar postrados en un
lugar llamado Loca do Cabeço, en Valinhos, donde el Ángel dio la Comunión
a los pastorcitos. «Dios mío, yo creo,
adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no
esperan y no os aman.»

Emocionados,
volvimos al hotel para el almuerzo y la gran despedida. Indiscutiblemente, las
pocas horas de convivencia, pero de intensa oración nos han unido con unos
lazos difíciles de cortar. Entre España y Portugal ya no existen límites. Las
mejores amistades son las nacidas a los pies de la Cruz y de la Santísima
Virgen. Damos gracias a Dios por haber permitido la realización de esta
peregrinación un año más, y pedimos poder volver dentro de un año si es Su
voluntad. La gracia que nos ha derramado la Virgen en este encuentro hace que
no nos dejemos llevar por el desánimo al ver la deriva que está tomando la
sociedad en la que vivimos, y que sigamos luchando por la instauración del
Reinado Social del Corazón de Jesús.
«Dum volvitur orbis, stat Crux!»
A.M.D.G