Tal y como viene siendo habitual cada verano, solemos gozar de la presencia en Córdoba de fieles de la misa tradicional provenientes de otras partes de Europa. A menudo familias numerosas que eligen España para pasar sus vacaciones estivales atraídos por las riquezas ingentes de nuestra patria.
El domingo 25 de agosto, XIV domingo después de Pentecostés, hemos tenido la alegría de contar con una familia numerosa francesa. Dos de sus hijos, Joseph y Cyprien, han podido servir nuestra misa. Se trata de dos acólitos bien experimentados en la iglesia colegial de San Justo en Lyon y duchos en la liturgia tradicional, encomendada por el arzobispo primado de las Galias a la Fraternidad de San Pedro.
Joseph (con sotana negra) y Cyprien (con sotana roja) con el P. Benjamín Wilkinson.
Las familias apegadas a la misa tradicional siempre nos manifiestan su gozo y alegría de poder encontrar la misa en el mismo rito por el que se santifican ordinariamente en su país el resto del año. La misa tradicional constituye el nutriente fundamental que alimenta su santificación y su vida de fe habitual. El amor por la liturgia bimilenaria de la Iglesia no constituye, como algunos pudieran erróneamente pensar, un capricho esteticista o ceremonial. Se trata, primero y principalmente, de una cuestión de salvaguarda y transmisión de la fe católica, en comunión jerárquica con los obispos unidos al santo padre.
Momento de la elevación del cáliz en la misa del 25 de agosto en la iglesia de Santa Ana, de Córdoba.
A menudo se califica, a la ligera, injustificada e irracionalmente, a los adeptos de la misa tradicional de “dividir” la Iglesia por preferirla al rito nuevo. Como podemos fehacientemente comprobar en el ejemplo que acostumbramos a vivir con fieles de distintas partes del mundo que asisten a la misa tradicional, se trata de una afirmación no sólo inexacta, sino que que queda muy lejos de la realidad.
Dando por sentada la evidente comunión con los obispos locales, bajo cuyo permiso y misión se procede, la misa tradicional no sólo manifiesta una comunión en el tiempo, ligándonos a las generaciones que nos precedieron y que se santificaron con nuestro venerable e inexpugnable rito, sino que igualmente nos coloca en la comunión en el espacio con todos los fieles del orbe católico apegados a la misa tradicional. La universalidad (catolicidad), la unidad que da el rito por sí mismo y por el uso del latín, es palpable e indiscutible. Un hecho que podemos rubricar cuando viajamos a otros países o cuando otros feligreses nos visitan y asisten a la santa misa. Mismo rito, mismo canon romano, mismas rúbricas, ya sea en Phoenix, Sydney, Tokio, Libreville o Córdoba. El rito envuelve al presbítero, que ofrece el santo sacrificio de cara al sagrario y sin espacio para la creatividad personalista del sacerdote, lo que, junto al empleo (salvo para las lecturas y la homilía) de la lengua latina, nos obsequia con un carácter netamente objetivo proveyendo una unidad bien perceptible y provechosa en todos los rincones del mundo.
Misa solemne en la iglesia colegial de S. Justo, en Lyon.
Pedimos a Dios que nuestros Pastores pongan en valor, además del culto agradabilísimo que rinde a Dios, la fuerza misionera y el servicio a la unidad de la Iglesia, de la misa tradicional, abogando por la libertad y la paz litúrgica, permitiendo sin cortapisas y liberalizando la misa por las que tantas generaciones se santificaron.
“Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial.” S.S. Benedicto XVI, Carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum
Cuerpo de acólitos en la sacristía de la colegial de S. Justo, en Lyon.